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Fanáticos del jardín

Un jardín de novela

Ficción y realidad se encuentran en el jardín de Pablo Simonetti en Zapallar. No solo porque mirándolo desde su escritorio ha escrito sus novelas, sino porque en él hay plantados muchos recuerdos de su madre. Crearlo y cuidarlo ha sido un acto emocional, dice él. Tanto como escribir su libro "Jardín".

Texto, Paula Donoso Barros. Fotografías, José Luis Rissetti.

Eliana Borgheresi fue paisajista y su hijo Pablo Simonetti, el menor de cinco hermanos, de tanto verla y acompañarla en sus faenas se convirtió en su aprendiz. La recuerda escribiendo libros –algunos sola, otros en dupla con Raúl Silva Vargas–, trabajando hasta muy tarde en la mesa del comedor; dando órdenes, acondicionando la tierra o regando a media tarde para que se refrescaran sus plantas. En especial sus acidófilas, las que más quiso: camelias, rododendros y azaleas, por las que se empeñaba en hacer más dócil el ambiente santiaguino.

El tronquerío es uno de los rincones favoritos. La fuerza del agua en la quebrada en invierno dejó troncos y raíces al aire.

–Mi madre tenía una conexión emocional y racional con su jardín. Tenía conciencia y conocimientos de cultivo. Pero también leía y publicaba. Siento que viví en ese jardín también: el de la literatura, que heredé de ella; un lugar donde me siento cómodo, que me da el sentido de identidad. Ojalá todos tuviéramos un jardín para vivir; un jardín interior, como el que me regaló mi madre.

El mar acompaña la vista desde la distancia, sin gran protagonismo.

En este espacio zapallarino, Simonetti ha escrito todas sus novelas. Una de ellas es Jardín, donde cuenta los últimos días de su madre, una historia que recién acercándose al final toma el camino de la ficción. En ella, Luisa Barbaglia, ya viuda, vive en la casa familiar donde crió a todos sus hijos. La acompaña la nana de siempre y disfruta su tiempo en un jardín que trabaja a diario. “Era de unos mil metros, pero estaba construido con distintos niveles, con muretes de piedra laja; en esa casa mis padres vivieron 45 años, y yo toda la vida hasta que me fui a la universidad”. La novela empieza cuando una inmobiliaria ofrece comprar la casa para un gran proyecto. El dilema es conocido: la oferta es inmejorable, pero, además, si no la toman, la casa quedará rodeada por faenas y luego por construcciones monumentales.

Junto a la casa se aprecian distintos verdes y follajes. Cuando llegó había poco más que romerillos y pastos.

Ella misma empieza a trabajar preparando las plantas que entregará a cada hijo para salvarlas de la destrucción inminente. Destroza el diseño que trabajó por años, a cada planta la rodea por zanjas, con anticipación para que las raicillas aprieten el pan de tierra y se puedan transportar sin sufrimiento. Todo lo que pueda ser trasplantado partirá. “Las más preciadas, las azaleas comunes, las más escasas y llamativas azaleas Molli, y las más aromáticas azaleas Himalaya. Los rodondendros, desde el blanco hasta el violeta pasando por lilas y rosas”, escribe Simonetti.

El banco lo hicieron en madera terciada. Pensaron que iba a durar un par de años, y lleva más de diez.

Pablo, Juan en la ficción, hereda la azalea Himalaya, la más aromática; una camelia rosada y una azalea Molli amarilla y floribunda; su mamá sabía que se aclimatarían bien en la playa.

Esta camelia inspiró la ilustración que José Pedro Godoy hizo para el libro.

De esto hace trece años. Pablo recién había comprado el terreno en Zapallar donde haría su casa, y trabajaba preparando el jardín cuando llegó de Santiago el camión con los regalos de su mamá.


En sus diez mil metros, el jardín de Pablo Simonetti se va asilvestrando a medida que se aleja de la casa hasta convertirse en un espacio que parece dejado al natural –donde abundan los conejos y merodean zorros, quiques y chingues–, aunque el trabajo de forestación, paisajismo y riego por goteo ha sido una empresa en un cerro que solo tenía pastos y romerillos.

El bosquecito de olmos ya da sombra. “Hay goteos en todo el cerro y alrededor de la casa se riega por aspersor”.

–Aquí paso tres meses al año, desde diciembre a marzo, y después vengo una semana por mes hasta noviembre. En las mañanas camino hasta la Quebrada del Tigre, la que llega a Cachagua, y después me instalo a escribir y leer. En la tarde recorro el jardín; es el espacio de conexión conmigo mismo.

“Encuentro que esto es lo más lindo que hay; es suelto, más salvaje, con las distintas estaciones marcadas”.

Desde su pieza mira la camelia rosada que le entregó su mamá y que nunca sacó de un macetero. Es la flor que abre la novela, ilustrada por su pareja, el artista José Pedro Godoy.

–Está bien protegida del viento y del sol, florece a finales de junio y hasta finales de septiembre. Mi mamá la crió de un solo tronco, lo que se llama standard. Ella lo fue podando pero yo no he seguido haciendo el tratamiento y ha crecido mucho.

Las alstroemerias silvestres crecen en cualquier rincón.

Se acuerda de que ella las reproducía por patilla. “Las plantaba en un maceterito y les ponía un frasco de vidrio encima para hacerles un microclima; en cambio a los rododendros les hacía mugrones aéreos, con una bolsita con tierra”.

El recorrido por el sendero se sigue fácil escuchando hablar a Simonetti. Cada planta tiene una historia y van apareciendo más herencias. Está el jazmín hélice que su mamá tenía tendido como cubresuelo, y que él deja caer por el muro frente a la entrada. “El problema es que se pone rojo porque el agua y la tierra de Zapallar son muy básicas; le hago enmiendas de fierro para darle acidez y mantenerlo verde”.

Los paseos por el parque inspiran y relajan a Simonetti. En su Instagram registra especies y variedades.

Aprendió de su madre y de la biblioteca que dejó. De muchos de los libros que a ella le gustaban ha comprado las versiones actualizadas.

–Yo empecé el jardín en 2000 y ella murió en 2001; alcancé a conversar mucho con ella, pero nunca vino.

No esconde créditos. El diseño es de Taibi Addi y la mantención ha sido suya, desde el principio con la ayuda de Augusto Soto, su mano derecha. “Augusto creció en estos cerros porque su papá era capataz del fundo antes de que se parcelara; reconoce todo lo que pasa a distancia”.

Desde la Plaza de la Piedra, como llama al sector de maicillo con una roca al centro que diseñó Addi, lleva la vista al frente. “Hay juníperos variegados, atrás juníperos verdes, lo que domina esto son philicas y tobiras enanos, que en invierno en esta zona se ponen amarillos y cuando los fertilizan retoman su color. Uso fertilizantes de descarga lenta que duran seis meses; con el agua y el calor van soltando y quedan alimentados toda la temporada”.

Todo el año hay trabajos por hacer, en una inversión permanente de tiempo y plata. El camino que baja desde la casa, primero con pastelones de pasto y luego transformado en un sendero de maicillos continúa junto a las vincas que crecen bajo los árboles, llegan hasta un tunal y luego a la higuera, de la que no han podido probar los higos porque siempre ganan los tordos. Simonetti se alegra de que haya florecido la Puya venusta nativa, aunque un pájaro le quebró una flor. Se demoró diez años en florecer, es “amarilla, azul y morado, una flor muy impresionante la de la puya”. Los Echium fastuosum salen solos por todos lados, “son aguantadores y necesitan poca agua, además de que vuelven locos a los picaflores”; los quiscos están floreciendo, también las alstroemerias chicas y las don Diego de la noche. Los chaguales solo una vez dieron flor, “pero lo más lindo son los helechos palito negro, esos son preciosos”.

Completamente asilvestrado el lugar es hábitat para decenas de pájaros y animales que se ven poco, como chingues, quiques y zorros.

A media altura el camino que baja por la ladera cruza una quebrada cubierta por una sombra espesa. El espacio está acondicionado para el horno de barro y un mesón. Hay más camelias, y está la azalea Himalaya blanca, “que con la Molli son las únicas que tienen aroma”. Muchas clivias, todo en macetas, bajo un molle, un boldo y un peumo, un trío que no es casual. “La gracia del molle es que tiene la hoja rala, no mata lo de abajo, lo protege hasta que crece, porque deja pasar la luz”. En una de sus ramas, una casita de pájaro que hizo el abuelo de José Pedro guarda el nido de un chercán.

En un rincón protegido, la camelia rosada de tronco standard.

El “tronquerío”, como lo llama, es su lugar favorito. La quebrada erosionada dejó las raíces de los árboles al aire. “Con los caminos que han hecho más arriba se rompe lo que permea el cerro, el agua empieza a correr y viene a dar acá abajo; lo increíble es que pasé de tener una quebrada frágil a una quebrada profunda y poderosa”.

El trabajo en piedra que hizo Addi, en caminos y muros, es para Simonetti uno de los mayores encantos del jardín.

El de Simonetti es un jardín a dos niveles. La vista se va a lo más pequeño: linos, lirios del campo. Y en su momento, a los juncos blancos, amarillos y a los narcisos, que vuelven locos a chincoles, churrines, tencas, tórtolas, zorzales, por nombrar algunas de las especies que revolotean en el parque. O la mirada se pierde hacia los aromos australianos, los olivos, los olmos y cipreses; hacia los boldos, que en verano se llenan de frutas que se comen las torcazas, “en bandadas de a treinta”; hacia los jacarandás, que brotan tarde y se llenan de flores en febrero, porque antes no tienen calor suficiente.

Cada tanto aparece un puente, alguna pasarela. “Son ideas de Taibi”, dice Simonetti.

El sendero se ayuda con peldaños y puentes de madera, todos diseño de Taibi Addi.

El sendero continúa bajando, los cipreses macrocarpa se recortan contra el cerro. El escritor reclama contra la peste que entró hace unos años desde Argentina, el pulgón del ciprés, que los mata. “Han muerto un montón de árboles en Zapallar. Acá fumigo todos los años, y estoy peleando porque en el Inia están investigando a una avispa que se come al pulgón y se suponía que la iban a liberar en 2013, pero no ha pasado”. Comenta que los robles americanos, los fresnos, las encinas, crecen sin problema; que ha sido un descubrimiento para él ver qué árboles se adecuan a algunos sectores más gredosos del terreno. “A los maitenes no les gusta, y uno pensaría que son carne de perro”.

El escritorio, donde se instala a escribir tres meses al año, está en el segundo piso.

Simonetti se detiene frente al bosque de olmos que plantó chiquititos. Se emociona al verlos dando sombra.

–En un jardín uno no puede vivir de las expectativas propias. Hay que agradecer lo que él te ofrece. Hay gente que tiene una idea fija de jardín y cada vez que crece la planta, dice, no, no es así como lo imaginé. Yo encuentro que esto es lo más lindo que hay, con las florcitas amarillas, con los linos, florcitas mínimas. Tiene eso de ser más suelto, más salvaje, con distintas épocas. Su momento es a principios de septiembre. Es un jardín mediterráneo, uno que se expande, que goza en la lluvia; el final del verano es su momento más triste.

“Era un cerro pelado, con pastizales y algo de matas, porque mira al norte y es muy expuesto al viento”.

Mirando lo que le ha tomado más de diez años crear, entiende con mayor cercanía el gesto de su madre al arrancar ella misma una vida de trabajo y recuerdos.

–Fue un momento muy duro, de una generosidad salvaje con sus hijos, pero que también tiene una dimensión súper dolorosa. Ella no se quedó con su jardín precioso en la mente, sino con uno todo destruido. Yo, que estaba empezando a hacer este, recibí sus plantas feliz; ahora pienso si no hubiera sido mejor que ella se llevara en la memoria lo que crió por tantos años…

El libro lo dedicó en memoria de Eliana Borgheresi: “Por haberme regalado un jardín para vivir”.

–No hay regalo más bonito que el de un jardín físico; pero también el del interior, el de la identidad, del espacio propio, y siento que ese mi madre también me lo heredó con el amor por la literatura, por las plantas. Acá me siento acompañado, y es la compañía de mi madre.

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